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Algunos estaban sentados, dormitando, sobre montones de ladrillos y piedras, y el sol les quemaba la cara.

Ni un árbol en una gran distancia. El hilo del telégrafo, sobre el que reposaban algunos pajarillos, sonaba con un rumor monótono.

Empecé a vagar por entre los montones de materiales sin saber lo que debía hacer. Recordaba que el señor Dolchikov, cuando le pregunté cuál era mi obligación en Dubechnia, me había contestado: "Ya veremos." Yo no veía nada. ¿Que podía ver en aquel desierto, entre aquellos montones de materiales en desorden?

Poco a poco la fatiga y el fastidio fueron adueñándose de mí. Las piernas apenas me obedecían y sentía un deseo creciente de agazaparme en un rincón.

Después de ir y venir durante dos horas por los alrededores de la estación, paré mientes en una serie de postes telegráficos que se alejaba y desaparecía, a unas dos verstas de distancia, tras una tapia blanca. Los obreros me dijeron que allí estaban las oficinas, y caí al fin en la cuenta de que allí era adonde debía dirigirme.

A los veinte minutos me hallaba a la puerta de las oficinas.

Estaban instaladas en una vieja casa de campo abandonada hacía mucho tiempo. Las paredes estaban medio en ruinas, y el tejado, cubierto de orín y lleno de remiendos. En torno del edificio se extendía un gran patio que parecía una pra-