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calló, y empezó a contar cosas de su juventud, que recordaba con todo lujo de detalles. Habló de su ama: una mujer buena y devota, casada con un calavera. Las hijas de la pobre señora también se casaron mal todas: una con un borracho, otra con un ricachón, la tercera con su raptor, a quien prestó ayuda la vieja, una muchacha entonces, y las tres murieron jóvenes, de padecer, como su madre. La vieja, evocando estas memorias, casi lloraba.

De pronto llamaron a la puerta. Todos se estremecieron.

—¡Tío Osip, déjame pasar la noche!

El viejecito calvo, de la gorra quemada, el cocinero del general Jukov, entró. Se sentó, prestó un rato atención silenciosa a la conversación y metió baza, al cabo, refiriendo una historia, a la que siguieron otra y otra... Nicolás, que estaba sentado €n la chimenea, con las piernas colgando, le preguntó qué platos se guisaban en su época, y y le habló de albondiguillas, de chuletas, de todo género de sopas y salsas. El cocinero, que tenía una memoria felicísima, le nombró platos que ni se conocían ya. Había uno, por ejemplo, que se llamaba "al levantarse", y cuyo principal componente eran ojos de vaca.

—¿Se hacían chuletas a la mariscala?—preguntó Nicolás.

—No.

Nicolás sacudió escépticamente la cabeza, y dijo: