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un bulto de ropa sucia. Iba echando sapos y culebras por la boca y se le oía desde la casa.

No mucho después, una noche estaban todas, menos Fekla—que se había ido a la otra ribera—, hilando seda. Se la procuraban en la manufactura vecina, y toda la familia ganaba, con el trabajo del hilado, unos veinte copecs semanales.

—El campesino estaba mucho mejor que ahora cuando era siervo—decía, hilando, el viejo—. Todo era a sus horas: el trabajo, la comida, el descanso. No faltaban, para la comida, la sopa de coles y los puches, ni, para la cena, los puches y la sopa. El campesino podía comer cuantas coles y cuantos pepinos quisiera. Y las costumbres eran otras, había más seriedad, mucha más seriedad.

Alumbraba la estancia una lámpara que ardía mal y echaba humo. Cuando se interponía alguen entre la ventana y la luz, se veía blanquear en las paredes, en el suelo, en los muebles, el fulgor de la Luna llena. El viejo Osip contaba, recreándose en sus recuerdos, cómo se vivía antes de la manumisión en aquellos mismos lugares donde ahora la vida era triste, miserable. Había muchas cacerías, con lebreles y otros perros de ojeo, y se les daba a los campesinos aguardiente siempre que se hacía una batida; se les enviaba caza a los jóvenes señores que residían en Moscú; se castigaba con el látigo a los siervos desobedientes o se les mandaba al patrimonio de Tver, y a los buenos y dóciles se les premiaba.

La vieja tomó la palabra cuando su marido