Embargado el samovar, la casa se tornó aún más triste. Había algo de humillante en aquel embargo. Diríase que, con el samovar, se habían llevado el honor de la casa. Si hubieran embargado la mesa, los bancos, los pucheros, no hubiera sido tan sensible el vacío. La vieja, gritaba; María, lloraba, y las niñas, al ver su llanto, lloraban también. El viejo, que se sentía culpable, se había sentado en un rincón, y callaba, cabizbajo y sombrío. Nicolás también callaba. La vieja le quería y le compadecía; pero en su furia loca, metiéndole los puños por los ojos, le puso de injurias y denuestos que no había por dónde cogerle. ¡El tenía la culpa! ¿Por qué les había mandado siempre tan poco dinero, ganando, como les decía en sus cartas, cincuenta rublos al mes en el Hotel Eslavo?... ¿Por qué se había metido allí, con sus plepas y con su familia?... Si se moría, ¿con qué dinero iba a enterrarle?...
Daba lástima ver al pobre hombre. Y no menos lástima daba ver a Olga y a Sacha.
El viejo se levantó, cogió la gorra y se dirigió a casa del baile. Era de noche ya. Antip Sedelnikov sellaba unos documentos, inflando los carrillos; olía a carbón encendido; los chiquillos, flacos, sucios, no más lucidos que los de Chikildieyev, se revolcaban por el suelo; la mujer, fea, pecosa, barriguda, hilaba seda. Era una familia miserable, enfermiza, en la que el único individuo de buen ver era Antip. Sobre el banco había cin-