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— ¡Me muero, me muero!

El viejo corría en busca del cura y se le administraban a la enferma los Santos Sacramentos.

Oíase hablar con frecuencia de resfriados, de solitarias, de tumores que se iniciaban en el vientre y llegaban al corazón. Lo que más temor inspiraba eran los resfriados, y por eso se acostumbraba a ir muy abrigado, incluso en verano, y a acostarse en la chimenea.

La vieja iba muy a menudo al hospital, donde decía que tenía cincuenta y ocho años, teniendo, en realidad, setenta. Pensaba que el médico, si se enteraba de su verdadera edad, no querría curarla y le diría que no estaba ya para curarse, sino para morirse. Solía ir al hospital muy de mañana, acompañada de dos o tres nietas, y volver ya de noche, hambrienta y de muy mal humor. Siempre traía pomada y otras medicinas para las niñas. Un día llevó con ella a Nicolás, que tomó durante dos semanas cierto medicamento, en gotas, y notó alguna mejoría.

Conocía a todos los médicos y seudomédicos de treinta kilómetros a la redonda. El día de la Intercesión, el sacerdote, que entraba en todas las casas a bendecir la cruz, le dijo que había en la ciudad un viejo que había sido practicante y curaba muy bien.

—Vaya usted a verle—le aconsejó.

No echó ella el consejo en saco roto. En cuanto cayó la primera nevada se fué a la ciudad, y