volvió acompañada de un viejo judío converso, muy enlevitado, de rostro barbudo y surcado por una red de venillas azules. Aquel día trabajaban tres jornaleros en la casa: un viejo sastre, con unas gafas enormes, que, al entrar el judío, estaba ocupado en la confección de un chaleco de trapos, y dos mozalbetes, que estaban poniéndoles remiendos de lana a unas botas de fieltro. Kiriak, que había sido echado por borracho de la casa donde servía, y que a la sazón vivía en la de su familia, estaba sentado junto al sastre, arreglando la collera del caballo. En el reducido aposento faltaba aire y olía mal. El converso, después de reconocer a Nicolás, mandó aplicarle unas ventosas.
Se las aplicaron. El viejo sastre, Kiriak y las niñas, de pie ante la chimenea, miraban al enfermo y se imaginaban ver huir la enfermedad de su organismo. Nicolás miraba cómo las ventosas iban llenándose de sangre, y se sonreía de placer al sentir, en efecto, que algo se escapaba de dentro de él.
—¿Te alivia?—le decía el sastre—. ¿Te alivia? El converso le colocó doce ventosas, después otras doce, se tomó una taza de te y se marchó. Nicolás empezó a temblar. Se le puso la cara del tamaño de un puño, los dientes se le pusieron azules. Se tapó con la colcha y con su pelliza, pero siguió sintiendo frío, más frío a cada instante. Al obscurecer le acometió una gran fatiga y rogó que le bajasen al suelo.