—¡Qué gente más mala hay!—me dijo.
Sus labios temblaban de cólera. Le miré y me dio lástima.
Seguimos nuestro camino y vimos de pronto aparecer, montados en bicicleta, a Kovalenko y a su hermana. Varenka avanzaba risueña, la faz enrojecida.
—¡Nos dirigimos directamente al bosque!—nos gritó—. ¡Qué hermoso día!, ¿eh? ¡Qué delicia!
Momentos después se habían perdido de vista.
Belikov se había puesto como un tomate y parecía petrificado de asombro. Se había detenido y me miraba fijamente.
—¿Qué significa esto?—me preguntó—. ¿Acaso los ojos me han engañado? ¿Es propio de un profesor y de una mujer pasearse en bicicleta?
—¿Por qué no?—le dije—. Si les gusta...
—¡Cómo!—gritó, asombrado de mi tranquilidad—. ¿Qué dice usted?
Estaba tan dolorosamente sorprendido, que no quiso tomar parte en la excursión y se volvió a su casa.
Al día siguiente no hacía más que frotarse las manos nerviosamente y temblar. Se advertía que no estaba bueno. Se fué del colegio sin acabar de dar sus lecciones, cosa que no había hecho en su vida.
Ni siquiera comió aquel día. Al atardecer se vistió muy de invierno, aunque hacía buen tiempo, y se fué a casa de Kovalenko.