Comencé mi nuevo servicio.
Sentado ante el aparato telegráfico, descifraba numerosos despachos que transmitía a las estaciones próximas; copiaba gran cantidad de informes que se nos dirigían, redactados en un estilo terrible, por empleados que apenas sabían escribir.
Pero la mayor parte del tiempo no tenía nada que hacer y me paseaba a lo largo de la habitación, en espera de telegramas. A veces dejaba en mi puesto a un muchacho para vigilar el aparato y me iba a vigilar por el jardín mientras que mi sustituto no me anunciaba la llegada de un despacho.
Comía en casa de la señora Cheprakov, cuya mesa era bastante mala. Sólo muy raras veces se servía carne: casi todos los componentes del "menú" se reducían a queso y sopa en leche. Los miércoles y viernes—días de ayuno—las comidas eran aún más parcas. La señora Cheprakov me miraba guiñando morbosamente los ojos, y yo no me sentía a gusto en su compañía.
Como había tan poco trabajo en la oficina, Cheprakov no hacía nada en absoluto. Empleaba el tiempo en dormir o se iba, escopeta en mano, a la orilla del río a cazar gansos. Por la noche se emborrachaba en la aldea o en la estación, donde se vendía "vodka", y volvía a casa tambaleándose, y antes de acostarse se miraba largo rato al espejo, entablando coloquios consigo mismo.