monio y él no les hizo caso y rompió con su familia para casarse conmigo. Sus padres no le han perdonado todavía. Esto le inquieta, no le deja vivir tranquilo, pues quiere mucho a su madre. Naturalmente, yo padezco. Vivo en un constante desasosiego...
Ante la casa de Rodüon se fueron reuniendo campesinos y campesinas, que escuchaban atentamente lo que decía Elena Ivanovna. Uno de los primeros que se aproximaron fué Kozov. Sacudía su estrecha y larga barba. Acercáronse luego los Zichkov, padre e hijo.
—Además—prosiguió Elena Ivanovna—, no puede ser feliz el que no está en su puesto. Vosotros lo estáis. Cada uno de vosotros tiene su trocito de tierra, trabaja y sabe para qué. Mi marido trabaja también, construye puentes. Pero yo no hago nada. Yo no tengo ningún trabajo y no puedo sentirme en mi centro. Os digo todo esto para que no juzguéis por las apariencias. El que un hombre vaya bien vestido y tenga dinero no dignifica que sea feliz ni mucho menos.
Se levantó y cogió de la mano a su hijita.
—Lo paso muy bien entre vosotros—dijo sonriendo.
Se advertía en su sonrisa tímida que, efectivamente, estaba enferma. En su rostro, joven y bello, de cejas y pestañas negras y cabellos rubios, había una delgadez y una palidez mórbidas. La niña se parecía mucho a su madre, incluso en lo delgada y pálida. Ambas olían a perfumes.