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—Sí, todo me gusta; aquí: el bosque, la aldea. Viviría aquí siempre. Creo que aquí me curaría y encontraría mi verdadero puesto en el mundo. Tengo un gran deseo, un deseo ardiente de ayudaros, de seros útil, de acercarme a vosotros. Conozco vuestras penas, vuestros sufrimientos... Lo que no conozco lo adivino. Estoy enferma, sin fuerzas, y ya no me es posible cambiar de vida, como quisiera; pero tengo hijos y procuraré educarlos en el cariño a vosotros. Procuraré hacerles comprender que su vida no les pertenece a ellos, sino a vosotros. Pero os ruego que confiéis en nosotros, que viváis con nosotros como buenos vecinos. Mi marido es un hombre honrado y de buen corazón. No le irritéis. Cualquier pequeñez le llega al alma. Ayer, por ejemplo, vuestro rebaño ha pasado por nuestro jardín; alguno de vosotros ha estropeado la cerca de nuestra colmena. Mi marido se desespera... ¡Os ruego...!
Hablaba con voz suplicante, cruzadas las manos sobre el pecho.
—Os ruego que viváis en paz con nosotros. No dice el proverbio a humo de pajas que una mala paz es mejor que una buena riña, y que antes de comprar una casa debe uno enterarse de la condición de los vecinos. Os repito que mi marido es hombre de buen corazón. Si os conducís con nosotros como buenos vecinos, os asegruro que no os pesará: haremos por vosotros cuanto esté en nuestra mano; arreglaremos los caminos, edificaremos una escuela para vuestros hijos. Os lo prometo.