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Luego, Cheprakov fué a buscar la llave de la casa grande, abrió la puerta que daba a la terraza y entramos todos. Reinaban en el caserón las sombras y el misterio; olía a setas, y nuestros pasos resonaban sordamente como si bajo nuestros pies hubiese una profunda cueva.

El doctor se aproximó al piano y, sin sentarse, paseó los dedos por el teclado. Le respondieron algunos sonidos débiles, tremantes, roncos, pero todavía melodiosos. Luego tarareó una romanza e intentó tocar el acompañamiento, lo que no consiguió, pues a veces oprimía en vano las teclas: algunas notas estaban paralizadas.

Mi hermana le escuchaba cantar. Ya no se preocupaba de volver a casa temprano. Conmovida, turbada, iba y venía por el salón y decía de cuando en cuando:

—¡Qué contenta estoy, qué contenta!

Lo decía como con asombro, como si le pareciese inverosímil poder también ella estar alegre. En efecto, era la primera vez en la vida que yo la veía de aquel humor. Estaba hasta más bella.

En puridad—sobre todo de perfil—, no era bonita; su nariz y su boca le daban una expresión un poco extraña, semejante a la de quien está soplando; pero tenía unos hermosos ojos negros; en su faz, bondadosa y triste, había una palidez delicada, exquisita; el verla hablar producía una impresión muy grata; diríase que se embellecía cuando hablaba. Ambos nos parecíamos a nuestra difunta madre: éramos fuertes, an-