chos de espaldas, vigorosos; pero mi hermana hacía tiempo que estaba descolorida y enfermiza, tosía con frecuencia, y yo a veces sorprendía en sus ojos la expresión de las gentes heridas de muerte que se esfuerzan en ocultar su enfermedad.
En la alegría que manifestaba aquella tarde había algo de ingenuo, de infantil. Se diría que en su alma había despertado de pronto el júbilo de los primeros años de la niñez que había procurado ahogar una educación severa. Me parecía asistir a la resurrección de tal contento y a su lucha por romper las cadenas que hasta entonces lo habían sujetado. No había visto nunca así a mi hermana. Pero cuando empezó a anochecer y el carruaje estuvo dispuesto para retomar con mis visitantes a la ciudad, mi hermana enmudeció de pronto y se puso muy triste. Ocupó su sitio en el coche con el aire abatido de un reo al sentarse en el banquillo.
Se fueron y de nuevo reinó el silencio en torno mío. Recordando que Ana Blagovo no me había dirigido en toda la tarde la palabra, pensé: "¡Qué muchacha más extraña!"
Los días sucedíanse monótonos, iguales los unos a los otros. Yo me aburría terriblemente. La ociosidad, unida a la ignorancia en que me encontraba en lo tocante a mi situación, gravitaba pesadamente sobre mí. Descontento de mí mismo, inerte, casi siempre con hambre, pues la ali-