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— Oiga usted una cosa, mamá: como es usted tan buena conmigo, la mantendré a usted mientras viva, y cuando se muera la haré enterrar a mis expensas. ¡Palabra de honor!

Me levantaba todos los días antes de salir el sol y me acostaba temprano. Los pintores de brocha gorda comemos mucho y dormimos profundamente; pero, no sé por qué, padecemos, sobre todo de noche, fuertes palpitaciones de corazón.

Con mis compañeros me hallaba en buenas relaciones. Se pasaban la vida cambiando maldiciones terribles, como, por ejemplo: "¡Que se te salten los ojos!" "¡Que te dé el cólera!"; pero, a la postre, se vivía en perfecta camaradería. Los obreros me consideraban una especie de sectario religioso; de otro modo, no se explicaban que un caballero, hijo de un arquitecto, se hubiera convertido, por su propia voluntad, en un simple trabajador. Me gastaban frecuentes bromas; pero yo no me ofendía. Casi todos carecían de sentimientos religiosos, y confesaban que no iban o que iban muy poco a la iglesia.

—Nuestro traje—decían para justificarse—asustaría a los fieles...

La mayoría de ellos me tenían cierto respeto. Me estimaban porque no bebía "vodka", no fumaba y llevaba una vida sobria y tranquila. Sólo les enojaba el que no robase pintura, como se acostumbra entre los del oficio, y el que me negase a pedirles propinas a los parroquianos. Todos ellos robaban pintura: era una tradición consa-