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grada por la práctica. Hasta el propio Nabó, aquel hombre escrupulosamente honrado, se creía en el deber de respetar dicha tradición, y todos los días, cuando terminaba el trabajo, se llevaba un poco de pintura perteneciente al parroquiano. En cuanto a las propinas, incluso los obreros viejos y respetables que tenían casa propia en el arrabal Marakija no se avergonzaban de pedirlas. Era triste ver a todo un grupo de trabajadores descubrirse ante un parroquiano, pedirle con tono humilde una propina y expresarle, su gratitud, al recibirla, con tono no más digno.

En fin: se conducían con los parroquianos como verdaderos jesuítas, y yo me acordaba, mirándolos, de Polonio, el personaje de Shakespeare.

—Creo que va a llover—decía el parroquiano, mirando al cielo.

—¡De seguro!—confirmaban los obreros—. ¡Va a llover a mares!

—Sin embargo, se va poniendo raso. Me parece que no lloverá.

—Sí, tiene razón su excelencia. No lloverá, no.

Despreciaban de todo corazón a los parroquianos, y, en su ausencia, se burlaban de ellos sin piedad. Si veían, por ejemplo, a uno leyendo un periódico en la terraza, hacían en voz baja observaciones como ésta:

—Está leyendo el periódico; pero quizá no tenga qué llevarse a la boca.

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