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Desde el punto de vista material, aquel otoño fué para mí muy malo. Ganaba muy poco y sufría muchas privaciones. Pero un alma caritativa acudía en mi auxilio, enviándome de cuando en cuando, ya bizcochos, ya perdices asadas, ya te y azúcar. Karpovna me decía que todo aquello lo llevaba un soldado, el cual nunca quería decir de parte de quién. Le preguntaba a mi vieja nodriza si yo estaba bien de salud, si comía todos los días y si tenía ropa de abrigo.

Cuando los fríos se hicieron más fuertes, el mismo soldado me llevó una bufanda de punto que exhalaba un perfume delicado, apenas perceptible, de lirio silvestre. Ese perfume me reveló que mi buena hada era Ana Blagovo. La hermana del doctor se pirraba por los lirios silvestres, y su esencia era su perfume predilecto.

En invierno tuvimos ya más trabajo, y la situación no era tan triste. Nabóresucitó de nuevo y desplegó otra vez su acostumbrada actividad. Trabajé con él en la iglesia del cementerio, donde nos encargaron el dorado de los viejos iconos y algunas reparaciones. El trabajo era agradable e interesante. Además, los obreros se conducían, por respeto al lugar sagrado, muy correctamente: no se injuriaban y ni siquiera se reían. Se advertía que hacían cuanto estaba en su mano por no profanar el lugar con destemplanza alguna.

Absortos en el trabajo, estábamos casi inmóviles, punto menos que como estatuas. Nos rodeaba el silencio profundo del cementerio. Si al-