ha nacido para ser simple obrero, y naturalmente, la gente de su clase no está dispuesta a permitir que lo sea usted...
El matadero estaba detrás del cementerio. Hasta aquella noche yo no lo había visto de cerca. Lo formaban tres grandes cobertizos de aspecto sombrío, rodeados de una tapia gris. Cuando hacía viento, llegaba de aquel edificio a la ciudad un olor malsano y abominable.
Entré en el patio, tropezando a cada paso cor los caballos de los trineos cargados de carne. Una porción de hombres con linternas encendidas en la mano se insultaban y se injuriaban sin cesar. Prokofy y Nicolka hacían lo propio, como si el lugar obligase a la gente a ponerse de vuelta y media. Se oían por todas partes gritos, juramentos, relinchos.
Olía a cadáver y a estiércol. Los charcos de nieve derretida mezclada con barro parecían de sangre.
Cargado el trineo de carne, nos encaminamos al establecimiento de Prokofy.
Clareaba ya. El sol estaba a punto de salir. De nuevo en el interior de la ciudad vimos numerosas mujeres—amas y cocineras—que se iban a la compra.
Una vez en la carnicería, Prokofy se puso un delantal blanco y empezó a vender carne. Manchado de sangre, con un hacha en la mano, discutía con las mujeres; aseguraba que la carne le costaba más cara que la vendía; juraba, se persigna-