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pronto se echó a reír como una loca, con una risa alegre, provocativa, de que sólo es capaz la gente muy sana de cuerpo y de espíritu.

—¡Si se cuenta eso en Petersburgo! ¡Dios mío, si se cuenta eso en Petersbuirgo!—exclamó, casi cayéndose de la silla: de tal modo la risa la sacudía.


IX


Nos veíamos con mucha frecuencia: dos veces al día.

Después de comer llegaba en coche al cementerio y me esperaba leyendo las inscripciones de las tumbas. A veces entraba en la iglesia, donde yo seguía trabajando, y, de pie junto a mí, contemplaba mi tarea.

El silencio respetuoso que reinaba en torno, el trabajo ingenuo de los pintores de iconos, la conmovían. También la impresionaba agradablemente el verme vestido como los demás obreros y el observar que me tuteaban y me trataban como a su igual.

Cuando, en cumplimiento de una orden de Nabó o de otro, subía yo por la escala de cuerda a lo auto de la cúpula, llevando pintura, seguía ella con interés mis movimientos, y parecía muy emocionada. Con los ojos húmedos de lágrimas me sonreía.

Una vez, mirándome trabajar, me dijo:

—¡Cómo me gusta usted así!