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Siendo yo muchacho, un papagayo que tenían unos amigos nuestros se escapó de la jaula, y durante un mes vagabundeó por la ciudad, pasando de un jardín a otro, solitario, sin amparo, triste. María Victorovna me recordaba aquel pájaro.

—¡El único sitio adonde voy de visita es al cementerio!—me dijo un día, riendo—. Los habitantes de la ciudad me inspiran una profunda antipatía y no quiero ver a nadie. En casa de Achoguin se canta, se representa, se recitan versos, y me aburro allí de un modo insoportable. Su hermana de usted evita la sociedad y no viene a verme. La señorita Blagovo me detesta, no sé por qué. ¿Qué quiere usted que haga? ¿Adonde quiere usted que vaya?

Cuando la visitaba, mis ropas olían a pintura y a barniz; mis manos estaban sucias, y eso le gustaba. Se empeñaba en que fuera a su casa con mi blusa de obrero, tal como estaba en el trabajo; pero ese traje me cohibía mucho en su salón, y para ir a verla me lo quitaba y me ponía mi traje nuevo, más correcto. Tal mudanza de ropa la enojaba y me recibía con muecas de enfado.

—Confiese usted—me dijo una noche—que no ha podido aún habituarse a su nueva posición social. El traje de obrero le cohibe a usted, no está usted a gusto con él. Eso se explica, en mi sentir, por la falta de convicción con que ha obrado usted al hacerse obrero. Sencillamente, no está usted satisfecho en su nueva vida. Además, a decir ver-