donadas por sus presidios y moradores. Mancha indeleble, según el historiador Faria y Souza, para el rey D. Juan III, aunque sus ministros se disculpaban con la dificultad de sustentar tanto imperio.
Llegados á tal punto de grandeza, nació de repente la discordia y ardió la guerra entre los xerifes. Habían pactado los dos hermanos, en tiempo del padre, que el uno sucedería al otro, y muertos ellos, entraría á gobernar el imperio el mayor de los hijos varones que quedasen; y el menor xerife, que era quien tenía el mayor hijo, reclamó del hermano que en vida se aviniese á declararlo por su heredero. Pero el xerife mayor, no sólo no lo consintió, sino que aún se resistía á mirar á su hermano como rey, no queriendo que sonara sino por su visir ó lugarteniente, y exigiendo de él que le diese mucha parte de los despojos que había ganado en la guerra, por juzgarse señor de todas las cosas del imperio. Era el menor xerife más astuto y sabio que el otro, y viéndole tan sin razón, determinó proceder con gran moderación en el caso, á fin de traer á sí el amor y respeto de los muslimes. Hablóse largo de avenencia, pero en vano; y llevadas las cosas á punto de guerra, hubo entre los hermanos dos recias batallas, ganadas entrambas por el menor, quedando prisionero en la segunda el mayor xerife, y Marruecos en poder del vencedor. Desterrados el xerife mayor y su primogénito Muley-Cidan, príncipe esforzado que había servido bien á su padre en aquella guerra, quedó el xerife Mahomad por único señor del imperio, y antes que por ambicioso, tenido de todos por justo; tanto pudo su hipocresía. Luego determinó éste acabar con los Beni-Watases de Fez, so color de vengar la afrenta que le