—¡Claro! ¿Con quién querías que viniésemos?
—Creía que mi criada, viendo que no abría, había llamado al portero.
—¿Y le tienes miedo al portero?
—Al portero, no; a la criada. Entrad, entrad... No, no paséis a mi cuarto; pasad al comedor. La entrada en mi cuarto está prohibida.
—Por qué?
—Hay una señora...
Broydes y yo sambiamos una mirada significativa.
—Ya está aclarado el tenebroso, el siniestro misterio—me dijo Broydes por lo bajo—. ¡Ah, infame!
Obliga a su pobre criada a recorrer toda la ciudad, mientras él recibe a una amante, rival de la infeliz muchacha.
—¡No tienes corazónl—profirió Broydes, dirigiéndose a Zveriuguin—. No contento con engañar a tu criada, la haces despearse llevando cartas. Con encerrarla en la cocina cuando viene la otra estaba todo arreglado.
—¿Estás loco? Es tan celosa, que a la menor sospecha convertiría la cocina y toda la casa en un montón de ruinas.
—Oye, Vasilisk—pregunté yo—, ¿y no tienes otros amigos a quienes escribirles cartas?
—Sí, muchos; pero unos viven demasiado cerca y otros ya no me sirven.
—¿Cómo que no te sirven?
¡Los he gastado, chico! No me queda ya nada que decirles, nada que preguntarles, nada que en-