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viarles. No podéis formaros idea de lo escrupuloso que me he vuelto: en dos o tres semanas les he enviado a mis amigos todos los libros que me habian prestado; he contestado a cuantas cartas he recibido en tres años; he pagado, hasta el último copeck, todas mis deudas. Agotados ya todos los pretextos, mando a la criada a casa de personas que no han estado nunca enfermas a preguntar cómo siguen. No se me ocurre ya ningún recado nuevo. Es preciso que me deis un consejo. Se trata de que mi criada se pase diariamente tres horas seguidas fuera de casa, ¿comprendéis?

Cogi un libro que había sobre la chimenea.

—¿Qué libro es éste? ¿El tercer tomo de las obras de Maupassant? Bueno. Envíamelo mañana a casa.

Lo necesito. Una hora después se lo devolveré a la portadora. Pasado mañana vuelves a envíarmelo, y lo tendré otra hora en mi poder. Y así todos los días.

—¡Magnífico! Katia apenas sabe leer y está completamente in albis en asuntos de literatura. Le diré que la hora consabida la inviertes en corregir pruebas.

V

Todos los días la pobre Katia me llevaba el tercer volumen de las obras de Maupassant.

—¿Hace buen día?—le preguntaba yo.

—Magnífico, señorito. Un sol espléndido, ni pizca de aire.