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—Me alegro. No me gustan los días ventosos. ¡Oh, ' son terribles!

—Sí, son terribles—aseveraba mi sociable criada. Los días de calma son los mejores.

Yo cogía el tercer volumen de las obras de Maupassant y me encerraba con él en mi despacho, donde me entregaba a la lectura de la Prensa o a la de mi correspondencia.

Una hora después tornaba a la cocina y le devolvía el libro a la criada de Zveriuguin.

—Ya he concluído. Dele usted las gracias, de mi parte, al señorito, y dígale que no deje de mandarme mañana el tomo.

—Bueno, señorito; descuide usted,

Durante tres semanas recibí diariamente la visita de Maupassant. Los primeros cuatro días de la cuarta semana la criada de mi amigo no apareció por casa. La quinta semana sólo me llevó el libro dos veces. Luego transcurrió mes y medio sin que ni Maupassant ni Katia honrasen mi hogar con su presencia. Yo me había habituado hasta tal punto a sus visitas, que los echaba de menos.

Por fin, un día, cuando yo empezaba a olvidarla, Katia se presentó muy contenta, me dejó el libro y me dijo que otro día volvería por él. Aun estoy esperándola.