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pobre mujer había sido asesinada por su amante y un criado de éste. El cadáver había sido enviado, en una cesta, a Moscú, y el crimen no se había descubierto hasta la llegada de la cesta a la estación de destino.

La instrucción judicial, tras largas indagaciones, había encontrado la pista de los asesinos, y los dos, el amante, llamado Temernitsky, y su criado, habían sido detenidos.

La mayoría de los invitados acogieron con indignación la extraña idea de Resunev. Llevar alli al pobre marido de la muerta, para amenizar nuestra sobremesa, era, verdaderamente, un tanto inhumano.

Sin embargo, dos o tres de los comensales no pudieron disimular, a la entrada del señor Dibovich, su curiosidad apasionada.

El señor Dibovich era un hombre carirredondo, de mejillas sonrosadas, bigotillo rubio y ojos azules y apagados. Sus gruesos labios dejaban un poco al descubierto dos hileras de dientes grandes e irregulares. Parecía un si es no es nervioso, y volvía a cada momento la cabeza, ya a la derecha, ya a la izquierda.

En cuanto entró fué presentándosenos él mismo a todos. Al par que nos daba la mano se nombraba.

—¡Dibovich, encantado! ¡Dibovich, encantado! ¡Dibovich...!

Nosotros fingiamos no reparar en aquel apellido que había apasionado tanto a la opinión pública en los dos últimos meses y había adquirido una celebridad tan trágica.

Pero Resunev, que, por lo visto, consideraba incompatible toda delicadeza con el éxito de aquel nú-