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mero de su invención, se apresuró a decir, en un tono ligero, casi jovial, como si se tratase de la cosa más natural del mundo: ; —Señores: este es el Dibovich cuya mujer fué encontrada hecha pedazos en una cesta. El sensacional proceso de la cesta» habrá despertado, como es lógico, en todos ustedes un vivo interés... Pues bien; aquí tienen al marido.

Los dos vecinos de mesa de Resunev, creyendo que había perdido el juicio, le daban desesperados codazos para que se callase; pero él, sin hacerles caso, prosiguió: —Sí, señores; este es el marido de la pobre víctima...

Se puede decir que es el héroe de la causa célebre más ruidosa de nuestra época.

Y añadió, dirigiéndose a Dibovich: —Gracias al proceso, te has convertido en una celebridad. ¡No te quejarás!

Reinó un silencio trágico. Esperábamos una catástrofe. Yo miré, horrorizado, el cuchillo de postre con que Dibovich, sentado entre Tirin y Kapitanaki, estaba jugueteando.

Pero Dibovich se sonrió bonachonamente, dejó el cuchillo e hizo un débil ademán de protesta.

—¡Exageras, Resunevl—dijo—. Estoy muy lejos de aspirar a la celebridad. Mi papel en el proceso ha sido modestísimo.

Tirin, estupefacto, se inclinó hacia él y le preguntó en voz baja; —¿Verdad, caballero, que se trata de un bromazo de Resunev? ¿Verdad que usted no es Dibovich?