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Los dos nos sumimos en un éxtasis contemplativo.

Para ver mejor, ella apoyó la cabeza en mi hombro.

Yo de cuando en cuando posaba mis labios en el oro de sus cabellos; lo cual, en mi sentir, facilitaba mucho la contemplación de la Naturaleza.

¿Qué es eso? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?—gritó de pronto una voz chillona a nuestra espalda.—¡Dios mío!—exclamó mi amada asustadísima.

Nos volvimos, y vimos a un hombrecillo cuyos ojos nos miraban con manifiesta hostilidad a través de unas gafas ahumadas. Llevaba una levita de seda cruda y unos pantalones negros, demasiado largos, cubiertos de polvo hasta las rodillas. Los cabellos se le pegaban a la frente, empapada de sudor. Su gorrita de jockey le abrigaba no mayor espacio del cráneo que el que le hubiera abrigado un solideo.

Su látigo se agitaba en su mano como si estuviera vivo.

¿A ¿Qué hacen ustedes aquí? repitió qué han venido ustedes? ¡Esto no puede permitirsel —.

—¿Qué derecho tiene usted a hacernos tales preguntas? le contesté yo, indignado—. ¿Y qué obligación tenemos nosotros de darle a usted explicaciones?

—¿Conque no tienen ustedes obligación de darme explicaciones? ¿A quién le pertenecen, pues, este terreno, ese río, ese bosque? ¿Al emperador de la China?