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me dilatan el corazón. Tal vez se deba a que una casa en medio de la Naturaleza sea, para el contemplador, como una voz amiga que dice: «No estás solo, no estás en un desierto.» ¿Verdad, querida mía?

Mi amada, en señal de asentimiento, me dirigió una lánguida y tierna mirada, que era, sin duda, un mudo elogio de la casita.

—Mira—proseguí—aquel viejo molino, cuya silueta se dibuja, con perfiles tan limpios, en el azul claro del cielo. Sus aspas voltean tan lentas, en el aire dormido, que se siente, mirándolas, una divina laxitud; se tendería uno en la hierba, y se pasaría horas y ho ras silencioso e inmóvil, sin otra visión que la de la bóveda celeste, sin pensar en nada, respirando el olor a miel de las flores.

III

—¡Vámonos! Empieza a caer la tarde—susurró mi — En seguida, amor mío.

Y, volviéndome, grité en son de burla: —¡Mozo, la cuental amada.

El odioso hacendado salió al punto de entre las matas con un papelito en la mano.

—¿Está ya la cuenta redactada?—le pregunté.

—Si, señor. Aquí la tiene usted—respondió, alargándome el papelito.

Lo desdoblé y leí lo siguiente: