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—¡Porque no está en regla!

—¿Qué le falta?

— ¡El timbre!

— El timbre, caballero, sólo han de llevarlo las cuentas cuya suma ascienda a una cantidad importante.

—Se equivoca usted de medio a medio. Si la cantidad excede a cinco rublos, es preciso el timbre. Y el total de esta cuenta son seis rublos sesenta copecks.

—Bueno—gritó furioso el hombrecillo, tras unos instantes de perplejidad—; puesto que se acoge usted a la ley, le perdono el molino y el río. El importe de ambos espectáculos es un rublo setenta copecks.

Restándolo del total de la cuenta, su débito de usted se reduce a cuatro rublos noventa copecks. Creo que ahora no se valdrá usted de un nuevo subterfugio.

Saqué la cartera, extraje de ella un billete de cinco rublos y se lo tendi altivamente, diciéndole: — Los diez copecks que sobran, para usted.

Mi amada y yo nos alejamos.

Habríamos andado unos cincuenta pasos, cuando mi amada lanzó un grito de admiración y se detuvo. Ante nosotros se alzaba magnífico, soberbio, un tilo cuya corpulencia denotaba lo menos tres siglos de edad.

—¡Mira qué maravilla! No he visto una cosa semejante en mi vida.

Yo me apresuré a taparle la boca con la mano a la reina de mi alma.

—¡Calla! ¡Aparta en seguida los ojos de ese árbol si quieres evitar mi ruina! ¡Figúrate lo que nos cobraría ese hombre por la contemplación de un tilo tres veces secular!