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No le cobro las paredes blancas ni las ventanitas azules.

No me atreví a insistir. Aquel monstruo era capaz de aumentar el precio, en vez de disminuirlo.

—¿Y el camino?—le dije—. ¿Tendrá usted también el valor de sostener que es barato?

—¡Baratísimo, joven, baratísimo!

— ¡Si sólo lo hemos mirado un momento! Y, además, no es ninguna cosa del otro jueves. Es un artículo corriente de pacotilla.

—¡No diga usted eso, por Dios! ¡Un camino que pasa a través de los campos floridos! Ni en el centro de la capital encontrará usted otro así..., no ya en Petersburgo, en París, en Londres... Un francés o un inglés hubieran pagado, sin regatear, los sesenta copecks y el doble. Los extranjeros, joven, no son tan agarrados como algunos rusos.

Aunque aquello era casi una alusión a mi modesta persona, yo no me di por aludido.

—Bueno, bueno—refunfuñé—. ¿Qué vamos a hacerle? Con esos precios, poca clientela tendrá usted...

Y miré el dorso de la factura. Un grito de triunfo se escapó de mis labios.

—¿Qué hay, joven?—me preguntó con extrañeza el hacendado.

—¡Que no puedo pagar esta cuenta!

—¡Cómo! ¿Por qué? ¡Sería muy cómodo gozar del panorama y marcharse luego sin pagar!

—¡No puedo pagar esta cuental—repeti en tono retador, agresivo.

—¿Pero por qué?

AVERCHENKO: CUENTOS.—T. II.

Averchenko: Cuentos.—T. II.
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