pastel de carne, y ha llegado también a su noticia que, de postre, habrá biscuit glacé.
En fin, la vida es un encanto. Sólo hay un punto negro en el luminoso horizonte: Volodia, su hermano mayor, que, por lo visto, experimenta un gran placer sacudiéndole el polvo y haciéndole rabiar.
Pero hoy Volodia —un muchacho de doce años, alumno de la escuela municipal—no proyecta nada criminal contra él. Sentado junto a la ventana, en cuyos cristales dibuja la escarcha figuras fantásticas, lee un libro muy viejo. El libro se titula Los hijos del capitán Grant.
Absorto en la interesante lectura, mira con tristeza, al pasar cada página, cómo decrece el número de las que le quedan por leer. No de otra suerte mira el bebedor ir disminuyendo en la copa el espirituoso líquido.
Entre capítulo y capítulo dedica uno o dos minutos a la contemplación de su traje recién estrenado, y cada nuevo examen fortalece su opinión de que no hay bajo el Sol un muchacho más elegante.
En un rincón de la estancia, junto a un gran armario ropero, se han establecido, aislándose del resto del mundo, los dos Kindiakov más pequeños: Milochka y Karasik. Se los tomaría por dos conspiradores; de cuando en cuando, desde su escondite, lanzan una mirada tímida a la habitación, como si estuviera llena de peligros. Hablan muy quedo, procurando que ni las paredes les oigan.
Han decidido emanciparse y poner casa aparte. En virtud de esta decisión trascendental, han instala-