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do en el rincón de junto al armario una caja de almendrados vacía; la han cubierto con un pañuelo, y han colocado encima, en unos platos chiquitines, dos rodajas de salchichón casi transparentes, un pedacito de queso, una sardina y algunos caramelos. Hay, además, sobre la mesa dos frascos de agua de Colonia, uno lleno de champagne y otro convertido en florero.

Todo está, en fin, dispuesto como en las casas que se respetan.

Los dos niños, sentados en el suelo ante la mesa, no apartan los ojos de su obra, maravilla de lujo y abundancia.

Sólo una preocupación grave turba la placidez de sus jóvenes almas: temen que su mesa llame la atención de Volodia. Si tal ocurre, ¡adiós abundancia, adiós lujo! Para ese salvaje no hay nada sagrado: se lanzará al asalto, rápido como el rayo; devorará el queso, el salchichón y la sardina, y la desolación, la ruina, serán las huellas de su paso.

—¡Está leyendo! —susurra Karasik.

—Ve a besarle la mano—le contesta, susurrando también, Milochka—. Quizá así no nos haga nada.

—Sería mejor que se la besases tú. Tú eres una niña, y...

Este argumento convence a Milochka. La rapaza se levanta; exhala un profundo suspiro, un suspiro de mujer abnegada que se sacrifica por su hogar, y se acerca al terrible Volodia. Una de las manos del lector de Verne descansa sobre el brazo de la butaca. Milochka se inclina, silenciosa, y posa su fresca boquita en la mano cruel, vencedora en cien rudos combates