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Antes de que el ladrón hubiera podido orientarse apareció en dicho sendero una niña como de seis años.

Al ver entre el follaje las piernas de aquel hombre—lo único que las altas y espesas matas no ocultaban de su persona—se detuvo, perpleja, estrechando contra su corazón a la muñeca, dispuesta a defenderla de todo peligro. Y tras una corta vacilación, preguntó: —¿De quién son esas piernas?

Samatoja apartó las ramas y miró a la niña, frunciendo severamente las cejas; la inopinada aparición de aquella mocosa podía desbaratar sus planes.

—¿Qué quieres?—interrogó con aspereza.

—¿Esas piernecitas son tuyas?

La niña escogía, como ve el lector, las expresiones más corteses.

—¿De quién van a ser?

—¿Y qué haces aquí?

—¡Acordarme de mi abuelal —¿De tu abuela? ¿Dónde está?

—¿Dónde va estar? ¡En su palacio!

—¿Y por qué te has sentado ahí?

—Porque estoy cansado.

—¿Si? ¿Te duelen las piernecitas?

La niña, en cuyos ojos se pintaba la compasión más tierna, avanzó algunos pasos.

¡Vaya si me duelen! Estoy rendido.

Recordando las lecciones de buen tono de su mamá, la niña no juzgó correcto continuar la conversación sin estar presentada a aquel hombre, y le dijo, tendiéndole la mano: —Permítame que me presente. Me llamo Vera.