Samatoja estrechó con su enorme mano peluda la delicada manecita.
Hecha su propia presentación, Vera añadió, levantando la muñeca a la altura de la nariz de Samatoja y acercándosela a la cara: —Ahora, permítame que le presente a mi muñeca.
Se llama Martucha. No tenga usted miedo; no es de carne.
—De veras?—exclamó con fingido asombro el intruso.
Y sus ojos examinaron, de un modo rápido, a la niña. ¡No llevaba pendientes, ni pulsera, ni medallón!
Lo único que se le podía robar era el vestidito y las botas; pero no valían gran cosa. Además, la rapaza no se dejaría desnudar así como así; empezaría a gritar.
—Mira: la muñeca tiene una herida en el costado.
¿Quieres ser el médico? Anda, cúrala.
— Dámela; vamos a ver si la curamos.
II
Se oyó hablar no muy lejos. Samatoja soltó la muñeca y miró, inquieto, hacia la casa.
—¿Quién habla por ahí?—preguntó, cogiéndole una mano a Vera.
—No es aquí. Es en el jardín de al lado. Papá y mamá han salido.
—¿Sí? ¿Y tu niñera?
— La niñera me ha dicho que sea buena se ha ido.
Volverá a la hora de comer. Debe de estar con su soldado.