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Samatoja clavó una larga mirada en aquella muñeca y, tras una breve vacilación, se lanzó sobre ella como un tigre, la cogió y huyó a todo correr.

Niñeras y niños, aterrorizados, prorrumpieron en gritos. Los guardias empezaron a pitar desesperadamente, corriendo en todas direcciones. Se armó una batahola infernal.

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

Pero Samatoja había saltado ya la tapia del parque y jadeaba, sano y salvo, en una callejuela desierta.

Luego de descansar un momento, sacó de uno de los bolsillos de su vieja chaqueta un lápiz y un pedazo, arrugado y sucio, de papel, y, sirviéndose de la tapia como de escritorio, escribió, sin pueriles preocupaciones ortográficas, la siguiente carta: Estimada señorita Vera: Perdóneme usted que me fuera sin despedirme. Si no hubiera puesto pies en polvorosa, el juego de los ladrones hubiera acabado mal para mí. Yo no hubiera querido disgustarte, porque eres una niña muy mona y muy buena; pero ya ves...

Te regalo, como recuerdo mío, esa muñeca que me he encontrado en la calle. Te beso las manecitas. No te olvidaré nunca en mis oraciones. Sé feliz y no le guardes rencor a Michka Samatoja, que te quiere y te estima mucho.»

Aquella misma tarde Samatoja tiró por encima de la cerca al jardín de Vera la muñeca, a cuyo traje azul había prendido la cartita con un alfiler.