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—¿Y si mi escapo? Debías atarme las manos.

—¡Tienes razón, nenal Eres una niña muy lista y te quiero mucho.

—¡Vaya una manera de hablarle un ladrón a su prisionera! ¡No sabes jugar! ¡Jesús, qué tonto!

—Bueno, bueno. Dame las manecitas para que te las ate.

Momentos después, Samatoja salió del cuarto de baño, cerró la puerta con llave y se alejó. Al pasar por el vestíbulo cogió del perchero un gabán de entretiempo. Atravesó tranquilo, sin apresurarse, el jardín...

VII

Habían pasado algunos días.

Samatoja se había deslizado, como un lobo entre los corderos, en el parque lleno de niños y niñeras.

Veíanse por todas partes cochecitos de bebés y sonaban; en toda la amplitud del numeroso cercado, risas y llantos infantiles.

Samatoja observaba los animados y dispersos grupos con ojos de lobo en acecho. A la sombra de un corpulento árbol estaba sentada una miss, absorta en la lectura de un libro, y algunos pasos más allá, una niña como de tres años se divertía construyendo una casa con trocitos cúbicos de madera. Junto a la niña yacía sobre la verde hierba una muñeca más grande que su ama. Era una magnífica creación de una casa de París: tenía una espléndida cabellera rubia y vestía un lindo traje azul orlado de encajes.