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¡Todo era allí tan complicado, tan incomprensible!

Los trámites del casamiento les habían aterrorizado.

¡Dios mío, cuánto acto oficial, cuanto viaje a oficinas y sacristías! Pero de todo esto se habían encargado los padres del novio y de la novia: ellos habían presentado los documentos necesarios, firmado los innumerables papeles sellados, pagado en la alcaldía y en la parroquia, hablado con el cura y con el sacristán.

Los jóvenes esposos estaban tan perplejos como dos europeos que se encontrasen de repente en el Africa Central. La mujer había renunciado a comprender las infinitas cosas que no comprendía. El marido trataba de adaptarse a las complicaciones de la vida; pero eso no era fácil en aquel loco Petersburgo, lleno de anomalías desconcertantes, verdadera selva virgen, cuajada de peligros para los dos recién casados.

Era el primer día de Pascua.

El portero, Savati Cheburajov, un corpulento mujik de luenga barba, calzado con enormes botas alquitranadas, llamó a la puerta del joven matrimonio.

Landichev abrió, y Cheburajov, con la gorra en la mano, apareció en el umbral, hizo una reverencia y dijo, solemne el acento, grave el gesto: —Tengo el honor de felicitar a los señores respetuosamente y desearles salud y alegría en la gran fiesta de la Resurrección.

Los Landichev acababan de sentarse a la mesa para almorzar. La aparición inopinada del portero les llenó