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La literatura rusa es, relativamente, muy pobre en humoristas. La vida del pueblo ruso se presta más al drama, a las obras de un tono grave, casi trágico, que al género humorístico. Incluso Gogol, el gran humorista, reía, según su propia frase, «a través de las lágrimas». Otro tanto puede decirse del otro gran humorista ruso, Saltikov: la lectura de sus sátiras—estigmatizaciones de la ignorancia, la vida mezquina y los prejuicios de su época—mueve al llanto más que a la risa.

Averchenko es una excepción. Sabe reir con una risa sana, sin melancolías, amarguras ni muecas de dolor, sin arrancar lágrimas. Junto a las obras trágicas de Dostoyevsky o de Leónidas Andreiev; junto a las novelas y los cuentos de Chejov, penetrados de honda tristeza, sorprenden agradablemente los arabescos ligeros, risueños, de Averchenko, donde no se plantean los problemas malditos de la vida; preocupación constante obsesiva, de la literatura rusa.

Alguien ha llamado a Averchenko el Mark-Twain eslavo». Acaso esta comparación peque de audaz; pero no cabe duda de que el humorista ruso que tenemos el honor de presentar al público español posee, como pocos escritores contemporáneos, el don admirable de saber poner de relieve—con una gracia aristocrática, polo opuesto de la chocarrería estúpida y plebeya que caracteriza a los denominados escritores festivos-los aspectos cómicos de la vida.