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La dama apartó la nariz del espejo y le miró un si es no es asombrada.

—¿Brut?

—Es una buena marca. A mí me gusto mucho.

—Es usted un perfecto egoísta. ¿De modo que porque le gusta a usted esa porquería me va a obligar a mí a beberla?

El galán se sonrió cariñosamente y acarició la mano de la dama.

—Le aseguro a usted, princesa, que es un vino exquisito.

—¡Sí, exquisito!

—¿Lo ha bebido usted alguna vez?

—¡No lo he bebido nunca, y no quiero beberlo!

—¡Qué encantadora lógica!... Bueno; ¿qué vino ha bebido usted?

—He bebido..., he bebido... Monopole seco. Es el único que se puede beber.

—¡Vamos, ya hemos averiguado cuál es su marca preferida, muñeca!... Maître, ya lo sabe usted: ¡Monopole seco!

—A sus órdenes, señor. ¿Y de comer?

—Margarita Nicolayevna: resuelva usted ese grave problema.

Margarita Nicolayevna miró y remiró, haciendo encantadores dengues, la carta, y se la devolvió a su caballero, encogiéndose de hombros.

—No sé..., no sé... ¡Es igual! Elija usted por mí.

—¡No, no! ¡Se trata de un asunto muy serio!—replicó, sonriente, el galán—. Vamos a ver. ¿Qué pescado le gusta a usted?