UNA MUJER
I
Dos personas, a quienes yo no conocía, entraron en el restaurante y ocuparon la mesa inmediata a la mía.
Eran él y ella.
Ella era la coquetería personificada. Con coquetería refinada, exquisita, se bajó el cuello del gentil abrigo de pieles; se quitó los guantes, sujetando entre los blancos dientecillos la punta de cada dedo; se pasó la borla de los polvos por la nariz, mirándose en un espejito de bolsillo; le enseñó la lengua a su caballero, que la contemplaba embobado.
Su caballero le preguntó, con aterciopelada voz de barítono:
—Bueno, cielito mío; ¿qué vamos a comer?
—A su cielito de usted lo mismo le da una cosa que otra. Lo que usted quiera.
—¿Y qué vamos a beber?
—También me es igual. Lo que usted quiera.
—Está muy bien, princesa.
El galán se encaró con el maître d'hôtel que esperaba sus órdenes, y le dijo:
—Ponga en hielo una botella de Brut americano.