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camino llano por la orilla del río, y Juan me dijo:

-Ahora, Azabache, haz lo mejor que puedas -y así fué ; por dos millas corrí sin poner apenas los pies en el suelo, hasta el punto de que dudo que mi abuelo, cuando ganó las carreras en los Campos Elíseos, corriera con más velocidad.

Cuando llegamos á una cuesta abajo, Juan me sujetó un poco, y me acarició el cuello, diciéndome :

--Bueno, Azabache; bien por mi bravo muchacho.

Hubiera él deseado llevarme ya algo más despacic, perc mi sangre se había calentado, y arranqué otra vez con la misma velocidad que antes. El aire era frío, y la luna brillaba espléndidamente, resultando una noche deliciosa. Cruzamos un pueblecito, luego un espeso bosque, subimos una cuesta, bajamos otra, y al cabo de ocho millas de carrera, llegamos al pueblo adonde nos dirigíamos, cuyas calles cruzamos hasta llegar á la Plaza Mayor. Reinaba allí un silencio profundo, sin oirse más que el ruido de mis herraduras en las piedras; todo el mundo dormía.

La campana del reloj de la iglesia sonaba las tres cuando Juan se apeaba á la puerta de la casa del doctor. Tiró dos veces de la campanilla, y golpeó fuertemente con las manos. Se abrió una