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en la carreta, y necesitando el amo enviar con urgencia una carta á un caballero que vivía como á tres millas de distancia, ordenó á José que me ensillase y la llevase, encargándole que tuviera el mayor cuidado conmigo y que no corriese.

La carta fué entregada, y regresábamos tranquilamente, cruzando por cerca de un tejar que había en el camino. Allí vimos una carreta, cargada de ladrillos, atascada en el fango hasta cerca del cubo de las ruedas. El carretero bramaba, y castigaba sin piedad á los dos caballos. José me hizo detenerme. El espectáculo era triste por demás. Los pobres caballos forcejeaban con todo su poder para sacar la carreta del atolladero, pero aquélla no se movía; el sudor les corría por las patas y por los costados, les palpitaban los ijares, y tenían todos los músculos contraídos, mientras el hombre, tirando de la rienda del caballo delantero, juraba y le azotaba con el látigo de una manera brutal.

-Pare usted, hombre-gritó José, y no castigue de ese modo á los animales. ¿No ve usted que las ruedas están atascadas de modo que es imposible mover la carreta?

El hombre no hizo caso y siguió con el castigo.

-Espere usted-añadió José,-y yo le ayuda-