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sin duda, no podía hablar. Tan pronto como José terminó de sacar del coche todos los objetos, Juan lo llamó y le hizo ponerse á la cabeza de nosotros, mientras él se acercaba á la plataforma. El pobre José se acercó cuanto pudo á nuestras cabezas para ocultar sus lágrimas. Pronto entró en la estación el tren, resoplando, y á los dos ó tres minutos las puertas se cerraron con violencia, el guarda dió un silbido y aquél partió, deslizándose suavemente, dejando por detrás nubes de blanco humo y algunos corazones muy oprimidos.

Cuando se perdió de vista, Juan se nos acercó, diciendo:

—Nunca más la volveremos á ver... ¡nunca!

Subió al pescante, tomó las riendas y, con José á su lado, nos condujo á la que había dejado ya de ser nuestra antigua y querida casa.