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Me contraje bien, y dando un limpio salto, pasé por encima de la zanja y del terraplén.

Completamente inmóvil entre los brezos, y con la cara contra la tierra, yacía mi pobre señorita. Valcárcel se arrodilló á su lado y la llamó por su nombre; pero ella no contestó. Le volvió suavemente la cabeza, y pude ver su cara, pálida como la de un cadáver, y con los ojos cerrados.

- Ana! | mi querida Ana! ¡ Hábleme usted!

Pero no obtuvo contestación. Le desabrochó el traje, le aflojó el cuello, la pulsó, y se levantó de pronto, mirando ansiosamente á su alrededor en busca de auxilio. A poca distancia había dos hombres cortando hierba, que al ver á Lista correr desatentada y sin jinete, dejaron su trabajo para ir á cogerla.

Las voces de Valcárcel les hicieron pronto acudir adonde estábainos. El más viejo de ellos pareció muy conmovido ante lo que vis, y preguntó qué podía hacer.

-Sabe usted montar?

-Le diré á usted, señor; no soy, que digamos, un gran jinete; pero estoy dispuesto a exponer mis huesos por la señorita Ana, que ha sido un ángel para mi mujer.

-Pues entonces monte usted en ese caballo, corra á casa del doctor, y dígale que venga inmediatamente; vaya luego á casa del Coude,