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Apenas entramos en dicho soto, cuando alcanzamos á ver de nuevo el verde traje de la señorita, que flotaba delante de nosotros. Su sombrero había volado, y sus largas trenzas de cabello obscuro caían sobre su espalda. Su cabeza y cuerpo estaban inclinados hacia atrás, como si fuera tirando de las riendas con todas las fuerzas que le quedaban, y como si esas fuerzas estuvieran próximas á extinguirse. Era indudable que la desigualdad del terreno había acortado mucho la velocidad de Lista, y que había ya alguna probabilidad de que la alcanzásemos. Cuando estábamos en el camino llano, Valcárcel me había dado rienda suelta; pero ahora, con una mano suavísima, y un ojo experimentado, me guiaba con tal maestría, que apenas tuve que moderar el paso, y decididamente les íbamos ganando terreno.

En el centro del soto habían abierto recientemente una zanja, colocando la tierra á un lado, en altos montones. ¡Con seguridad se detendrían allí! Pero no; haciendo una ligerísima pausa, Lista saltó, mas tropezó en la cúspide del montón de tierra, y cayó. Valcárcel me dijo entonces, todo agitado:

-Ahora, Azabache, veamos cómo te portasy me aflojó las riendas.