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apareció en ella una mujer, seguida de una muchacha y un muchacho. Todos lo saludaron con alegría, y desmontó.

-Ahora, Enrique, hijo mío, abre el portón, y tu madre nos traerá una luz.

Entré en un pequeño patio, y todos me rodearon, -¿Es manso, padre?

-Sí, Dora, tan manso como tu gatito; vén y acarícialo.

Una pequeñita mano me acarició el pecho, sin miedo alguno. Aquello me llenó de placer.

-Déjame traerle un poco de afrecho, mientras tú le limpias el sudor-dijo la madre.

- Tráelo, Paulina; es precisamente lo que necesita; y no dudo que también tendrás preparado un buen pienso para tu marido.

-Longanizas fritas y manzanas asadas-gritó el muchacho, haciendo á todos reir. Me pusieron en una cuadra muy limpia, con una mullida cama de seca paja, y después de una excelente cena, me acosté, pensando que iba á ser feliz en aquella casa.