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tormento de ver que nos pasaban unos fuertes tirantes por debajo de la bariga, y suspendiéndonos en el aire, á pesar de nuestros pataleos, íbamos á parar sobre la cubierta del barco. Allí nos colocaron en una especie de cajones, sin poder ver el cielo durante una porción de días, y sin poder siquiera estirar las piernas. El buque algunas veces se columpiaba á impulsos del fuerte viento, de tal manera, que no podíamos sostenernos en pie, y no puedes figurarte lo desagradable que era aquello. Llegamos por fin al término de nuestro viaje, y volvió á repetirse la operación de volar, suspendidos en el aire hasta colocarnos en tierra. Cuando sentimos de nuevo el piso firme bajo nuestros pies, resoplamos y relinchamos de placer. Pronto vimos que el país adonde habíamos sido conducidos era muy distinto del nuestro, y que teníamos que sufrir muchas privaciones y desventuras, además de los peligros de la guerra; pero, en su mayor parte, los soldados eran tan afectos á sus caballos, que hacían cuanto estaba en su mano porque les fuera llevadera la vida, en medio de la humedad, la nieve y tantas incomodidades de todas clases.

-¿Pero qué me cuentas de las batallas?-le pregunté yo ;-¿no era aquello peor que todo?

-Si te he de decir la verdad, no lo sé-me contestó.-Nos gustaba oir el sonido de las trom-