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crueles. He visto algunos tan bondadosos con sus pequeños caballos, como pudieran serlo con un perro favorito, y á aquellos animalitos trabajar con ellos, tan contentos como yo trabajaba con Perico.

Solía pasar por nuestra calle un muchacho, vendedor de hortalizas, con uno de aquellos caballitos, no hermoso, pero lo más alegre y resuelto que pueda imaginarse, y era una verdadera diversión ver cómo se querían el uno al otro.

El caballito seguía á su amo como un perro, y en cuanto sentía que montaba en el carro, salía trotando, sin necesidad de estímulo alguno con el látigo, ni aun de palabra. A Perico le gustaba aquel muchacho, á quien llamaba el «Príncipe Carlos», porque decía que con el tiempo iba á ser el rey de los cocheros.

Pasaba también por la calle un viejo, vendiendo carbón, con un carro y un caballo, viejo también, que se entendían y hacían el trabajo como dos buenos socios y amigos; el caballo llevaba siempre una oreja apuntando á su amo, y espontáneamente se detenía á la puerta de todas las casas donde acostumbraban comprarles carbón. Los gritos de su amo se oían desde que entraba en la calle, pero nunca pude entender lo que decía. Los muchachos le llamaban «el viejo Bo-o-ón»; porque cuando pregonaba, parecía