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deseaba morirme para acabar con tanta desdicha, lo cual un día estuvo á punto de suceder.

Nos hallábamos en el punto á las ocho de la mañana, después de haber hecho varias carreras, cuando se ofreció una para la estación del ferrocarril. Un gran tren estaba para llegar cuando dejamos allí nuestro pasajero y nos situamos en la fila para ver si lográbamos un viaje de retorno. Cuando llegó el tren, que venía atestado, todos los coches que se hallaban delante de nosotros fueron ocupados, y al nuestro le llegó también su turno. Lo tomó una familia compuesta de cuatro personas: un señor grueso y muy gritón, con su señora, un niño y una jovencita, y por añadidura un gran número de bultos de equipaje. La señora y el niño entraron en el carruaje, y mientras el señor ordenaba lo conveniente acerca de los bultos, la muchacha se acercó á mí, me miró con atención, y dijo:

—Papá, este animal está muy débil y cansado; no va á poder llevarnos, á nosotros y el equipaje, á tan larga distancia.

—No hay novedad, señorita—contestó mi cochero;—le sobran fuerzas para ello.

El mozo de la estación, que estaba ayudando á cargar los bultos, indicó al caballero la conveniencia de alquilar otro carruaje, porque le parecía demasiada la carga.