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—¿Puede ó no puede el caballo?—dijo, con su ruidosa voz.

—Sí, señor; perfectamente—contestó el cochero, puede conducir mucho más que esto; ¡arriba, mozo!-y entre los dos colocaron sobre el pescante un baúl tan pesado, que sentí vencerse los muelles.

—¡Papá, papá! —dijo la muchacha, con tono suplicante,— tome usted otro carruaje; esto es una crueldad.

—Déjate de tonterías, Engracia, y entra con tu madre, sin meter más bulla. El cochero sabe lo que trae entre manos.

Mi bondadosa protectora obedeció, y bulto tras bulto, fueron colocados todos sobre el techo del coche y en el pescante; entró el caballero, y después del consabido tirón de riendas y un par de latigazos, nos separamos de la estación.

La carga era demasiado pesada y yo había estado trabajando desde muy temprano; pero hice cuanto nude, como era mi costumbre, á pesar de la crueldad y de la injusticia.

Todo fué bien hasta que llegamos á la cuesta de los Cipreses, donde mi cansancio llegó á su límite. Luchaba por sostenerme en pie, excitado y medio trastornado por los constantes tirones de las riendas y latigazos, cuando de pronto y sin saber cómo, me faltaron las cuatro patas á