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logrado que muy pocos lo usasen al fin; y si por casualidad la señora, en sus acostumbrados paseos, se encontraba con algún carro pesadamente cargado, cuyo caballo llevase la cabeza suspendida por tan incómoda correa, hacía detener su carruaje, se apeaba, y en los términos más afectuosos razonaba con el conductor, á fin de persuadirle de lo inconveniente y cruel que era semejante práctica. Nuestro amo, por su parte, nunca cesaba en su obra de ser el protector de los animales. Recuerdo que una mañana iba montado en mí en dirección á casa, cuando encontramos un fornido y corpulento hombre, en un pequeño carruaje tirado por un precioso caballito de delgadas patas y cabeza fina é inteligente. Al llegar á la puerta que daba entrada al parque, el animalito torció hacia ella, y el hombre, sin una palabra de aviso, le dió un tirón de las riendas, tan fuerte y repentino, que casi lo hizo sentarse sobre los corvejones; se enderezó y siguió andando, pero el hombre entonces empezó á castigarlo con el látigo de una manera terrible; el animal procuraba correr para huir del castigo, mas la poderosa mano de su dueño lo sujetaba con fuerza casi suficiente para romperle las quijadas, mientras seguía castigándolo con el látigo. Era un espectáculo tristísimo para mí, que comprendía el dolor de aquella deli- -