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visita á unos amigos que vivían á más de sesenta millas de distancia, y Jaime había de ser el conductor. La primera jornada fué de treinta y dos millas. Tuvimos que subir algunas cuestas pesadas, pero Jaime nos guiaba con tanto cuidado y tan buen juicio, que no sentíamos el cansancio. Nunca olvidaba apretar la retranca en las cuestas abajo, ni aflojarla á su debido tiempo. Nos conducía por donde el camino estaba mejor conservado, y si teníamos que subir una pendiente muy larga, de cuando en cuando cruzaba el carruaje para que no se fuera hacia atrás, y nos daba un pequeño respiro. Todos estos ligeros detalles sirven de gran alivio al caballo, sobre todo si van acompañados de palabras cariñosas.

Nos detuvimos una ó dos veces en el camino, y justamente al ponerse el sol llegamos al pueblo donde habíamos de pasar la noche. Paramos en la posada principal, que era muy grande, en la Plaza del Mercado, cruzando un arco para entrar en un extenso patio, & cuyo extremo estaban las caballerizas y cocheras. Dos mozos vinieron á desengancharnos; el que hacía de jefe era un hombre algo viejo ya, pequeñito, de fisonomía viva y agradable, y con una pierna torcida; vestía una chaqueta rayada de amarillo.

En mi vida he visto un mozo más listo para des-